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¿Recuerdas esa sonrisa que te genera una persona al verla? Ese torrente de adrenalina o no se qué hechizo sea, que te recorre como corriente eléctrica, enderezándote la columna, acelerándote el corazón, haciéndote sudar las puntas de los dedos. Conforme pasa el tiempo, pareciera que esa sensación se va perdiendo, como si necesitara más cada vez, para lograr el mismo efecto. Nos acostumbramos a la persona o a verla, a sentirla segura y finalmente aunque otros lazos nos acerquen a ella, ese efecto se va perdiendo. Solo la distancia puede restablecer eso, la seguridad de lo inseguro, el no saber bien qué esperar reaviva ese flujo. Por algo morirán de sobredosis los adictos, buscando nuevamente esa patada que da la química la primera vez. Aquí es algo más lento, aunque gratis, porque una simple idea, un olor, un sonido, puede desencadenar el torrente que se agradece cada vez que pasa. A veces un recuerdo puede ser el excipiente para la dosis tan socorrida. Vas, sacas tu recuerdo y lo desenvuelves poco a poco y casi puedes escuchar el crepitar del celofán cuando lo encuentras y la química hace su trabajo. Respiras profundo, hinchando la caja torácica hasta donde no pueda más, para llenar esos casi marchitos glóbulos rojos de oxígeno, como llenar de jitomates los huacales el día de plaza. Arquear la espalda también sirve, cerrar los ojos, cómo no. El truco está en encontrar esa llave, esa mnemotecnia física que sirve de interfaz para la química. Espero que no haya nadie que no la encuentre. Busca bien, ¿dónde dejaste esa llave? la puerta ahí seguirá. Cómo construir un ariete Google voy a tener suerte.

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