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Desperté en la camioneta, justo en el momento en el que los rayos del Sol anaranjeaban el horizonte, y al mismo tiempo pensaba que me perdía de compartirlo contigo.

Luego, entramos a Nochixtlán y la nata de la neblina apagó los colores para ponerlo todo en grises, con los carros dibujándose poco a poco, al mismo tiempo que la carretera aparecía debajo de nosotros, hasta que llegamos a una parte alta, donde la nata se despedazaba en jirones rosa, algodones de azúcar transparentes, apareciste de nuevo, como recuerdo meloso que se deshace en la lengua apenas te pruebo.

Bajo esa cobija de nubecitas, la presa me regalaba su reflejo, en azules, y el disco dorado rozando los cerritos, mostrando las florecitas del pasto (esas que tomas con dos dedos y arrancas poco a poco hacia arriba, desplazando sus hojas por toda la varita, hasta quedarte con un ramillete de paracaídas que solo se antoja soplarles, imitando el logo de Larousse, esparciendo la semilla, contagiosa como tu risa, llenando cada espacio disponible).

¿Tendrás frío? La gente loca que veo en la calle está abrigada hasta las orejas, excepto las señoras que tienen curtida la piel y usan esos suetercitos de hilo con botones de plástico, en chinga al trabajo.
Imagino que tienes frío, pero no lo muestras, bajo tus colchitas, sobre el colchón al que te aferras, figurativa y literalmente, con esa tranquilidad que transmiten tus pestañas sellando esos preciosos ojos, guardándolos celosamente del caos de afuera, con tu manita cerrada junto a tu cara, tu espalda derecha, tus nalgas adivinándose bajo tu cubierta, formando la serranía más sexy junto con tus gemelos y tus talones.

Con el recuerdo de esa vista, te acaricio desde el tráfico, invocando esos pedazos de recuerdo de tu piel, mientras pasaba mis uñas sobre ti, como ciego leyendo braille sobre las hojas de un cuento de Borges.

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