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El cormorán entró al agua, como un rayo sólido, un tridente de Poseidón, reventando el agua de tal forma, que su estruendo sordo rodeado de millones de burbujas que se desprendían de sus plumas enceradas parecía hervir detrás de él.
Celoso el mar por la osadía del ave, la engulló rápidamente, arremolinando su superficie, disolviendo cada rastro de la entrada del cuervo calvo, en un siseo fugaz como agua de seltz.
Cinco, seis, siete metros debajo y el cormorán corregía la trayectoria engañosa que había trazado para llegar al cardumen, empujando el agua a puños con sus patas palmeadas, retorciendo su largo cuello para acomodarse en este medio ajeno a él, frenando de vez en cuando con sus plumas remeras, abriéndolas como dedos entre las aguas, deteniendo el tiempo, abriendo el pico, percibiendo el argentado reflejo de la suave coraza de su presa a su alcance…
Ocho, nueve metros debajo y en un último giro de su cuello, siguiendo el túnel de turbulencia del ansiado pez, cerró el pico alrededor de éste, y emprendió el viaje de regreso a la superficie.
Levantando la ofrenda, con el pez boqueando y retorciéndose en su pico, con la paciencia de un santo, llenando sus sacos de aire, meciéndose sobre las olas unos segundos más, le dio vuelta hábilmente a su comida, abriendo y cerrando robóticamente los ohashi nacidos debajo de sus ojos, alineando el Sol, el pez, su pico, su garganta, dio el tirón final y aprovechando la inercia, deglutió el preciado bocado y cerró satisfecho los ojos.
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