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Lees La brújula dorada en el Kindle que ya te apropiaste. Me acurruco a tu lado, observando los brincos que dan tus ojos sobre la página del aparato. Absorto, como si no estuviera yo ahí pegado, apenas sonando el clic de la página siguiente. Algo te ordena tu madre y haces el mismo gesto que yo cuando algo me molesta, aunque apenas se marca tu ceño. Todavía no es una hendidura que te parta la cara en dos, como la mía. Falta tiempo. Una pradera llena de fino pasto, apenas perceptible, es tu cachete derecho. Le soplo suave y reacciona sutilmente, como borrándose. Pareciera que el pastito sube hacia tu oreja, donde envuelve el lóbulo como millones de vectores ortogonales, yendo hacia tu oído, rebotando por esas cavernas de cartílago que ahora recorro y doblo con el índice. Detrás, tienes unas muescas, muy parecidas a las mías, aunque éstas son tuyas. Cosas de una helicoidal.
Volteas y se rompe la burbuja que me mantenía invisible, me notas.
—¿Papá, qué haces? Estoy leyendo.
—Nada, chaparro. Sigue leyendo.

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