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En una capacitación de primeros auxilios que tuve hace muchos, muchos años, nos dijeron que hay una técnica para cuando uno se atraganta y no hay nadie que pueda auxiliarnos para la técnica heimlich, esa donde se abraza por detrás a la persona, apoyando sobre la palma de una mano el puño de la otra y se presiona hacia adentro y arriba el diafragma de la persona con atragantamiento. 

Según esta técnica, cuando se está solo, hay que dejar caer el cuerpo sobre el canto del respaldo de una silla, supliendo el abrazo y apretón del socorrista de la maniobra heimlich. 

Cuando uno se atraganta, no se puede meter ni sacar aire de los pulmones, pero siempre hay una pequeña reserva dentro de ellos. Así, con el peso de nuestro cuerpo forzamos a esa reserva a salir y empujar lo que nos bloquea las vías aéreas.

Esa reserva, me gusta pensar, es siempre la misma. Como un ahorro de aire que se guarda entre las costillas, resonando en cada latido, calentándose entre cada sístole y diástole del músculo cardíaco. Ese aire guardado ahí queda como el aire de las burbujas de los icebergs del ártico, con la información de hace millones de años. En mi reserva, todavía tengo tu olor guardado, formado a base de suspiros que tuve mientras acariciaba tus cabellos, mientras acariciaba tu espalda, mientras besaba el trago de tu oreja o viendo tu silueta dormida recortando la ventana de la habitación.

Guardo esa reserva con celo, clandestino, para que en alguna emergencia tu olor me recuerde la vida.

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