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Busco entre la mochila el cargador del teléfono. Anoche me quedé dormido con los auriculares puestos y el teléfono desconectado de la corriente, así que estaba a la mitad la batería. Desenrollo su blanco cable y conecto el cuadrito a la corriente, sigo el cable con los dedos para tomar la terminal del miniusb que va al teléfono, y Jade me viene a la mente. Muevo la cabeza en lo que se me quita la sonrisa.

Sobre la cama de mi hija hay un contacto eléctrico y a veces dejo el teléfono cargando ahí, en lo que cenamos. Una noche dejé el cable ahí conectado y me llevé el teléfono. Por la tarde del otro día, cuando quise cargarlo nuevamente, repetí el ritual de seguir el cable con los dedos para llegar al miniusb y descubrí con horror, que estaba deformado. Desconecté rápido el cargador y no estaba caliente. Por alguna razón, lo primero que pensé es que algo había hecho corto con el contacto y se calentó tanto que su forma dejó de serlo y ahora parecía más un chicle apenas masticado aunque sin el craquelado de confite. Viendo de cerca la terminal, el símil del chicle fue literal, y dí con la respuesta: Jade.

Le pregunté a mi hija si había masticado el cargador y con su voz modulada en tonos bajos y apenas audible, me dijo que sí, que porque estaba ahí y se veía suave. Le expliqué que no debe hacer eso, pues es un cable de corriente (aunque por mucho tiene solo 12 voltios pero eso no se lo dije) y que podía haberla electrocutado y tendríamos que ir al hospital para ver qué le hacían. Prometió no volver a hacerlo, con la mirada más sincera que te puede lanzar un niño, de esas que parecen dirigir toda la fuerza del universo en las pupilas insertas en esa esclerótica perfectamente blanca de sus ojos y solo me queda creerle.

Viéndolo de cerca, parece un poco a esa masa que ocupan los dentistas para moldear las prótesis dentales. No mordió muy fuerte, pero sí quedaron marcadas inversas las pequeñas coronas de sus muelitas, así que el surco es cúspide y viceversa.

Jade todavía tiene la creencia del ratón de los dientes. En una ocasión se le cayó un diente y en su emoción (más por la recompensa pecuniaria que por su desarrollo dental) soltó de sus deditos la pieza y rebotó quién sabe a dónde, con ese sonido sólido que dan los dientes al golpear el cemento pulido. Buscamos su preciada moneda de cambio pero no la encontramos. Por la noche, redactó una carta (que conservo, obvio) donde le explica al roedor con una narrativa infantil y unos coloridos dibujos, exagerando el tamaño del diente, la pérdida que sufrió, pero que si lo encuentra, es suyo (del mitológico roedor) y que claro, espera su dinero, contante y sonante.

Mis hijos, entre tanta cosa que vive uno como adulto, han hecho muchas muescas en mi músculo sentimental, deformándolo, simplemente para hacerlo más grande y sin forma.

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