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Llovizna lo suficiente para oscurecer las aceras, para convertir el asfalto en una profunda noche, para romper la corteza de los troncos de las jacarandas, para hacerme tomar la sudadera, para recordar al indigente que orina en su esquina donde duerme, para lustrar los ficus, para saturar los colores de la cantera del antiguo acueducto, para desprender de los perros callejeros ese olor a humedad y almizcle, para hacer que asomen por los balcones las señoras observando el cielo, para hacer volar a los pájaros, para desteñir carteles de perros perdidos.

Llovizna, como fugaz regalo que no durará más de media hora.

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