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Organizando algunos papeles de la oficina (tarea infinita, en mi caso) encontré unos documentos que firmó un compañero hace unos años.
Hace poco murió de cáncer, y como es normal, recordé varias situaciones que con él viví por cuestiones del trabajo.
Hombre de pocas palabras y mucha experiencia en la administración, pues fue varias veces director de escuelas de bachillerato. De los pocos viejos que conozco que decidieron no tener familia, ni casarse. A veces entre corrillos se preguntaba ¿qué hacía con tanto dinero? pues la plaza que ocupaba era de las más altas, de los mejor pagados, y sin hijos ni pareja la gente piensa que sólo se gasta en ropa, gasolina y comida.
En cierta capacitación, de las primeras a las que asistí fuera de mi región, el ingeniero nos acompañó en una charla entre iguales del estado, y cambió su humor para compartir algunos tips con nosotros. Se tornó jovial y risueño, a tal grado que mandó pedir algunas cervezas, para platicar más a gusto, según él. Luego de unas horas, también le dio sed, pues no tomó cerveza y fue a comprar whiskey, que era a lo que estaba acostumbrado, dijo. Platicamos bien a gusto, de casos que recordaba más problemas le habían causado y cómo los solucionó. Tuvo puestos de asesor jurídico, así que tenía tela de dónde cortar.
En otra ocasión, había un acuerdo no escrito donde se me usaba para hacer llegar cada quincena un cheque de una persona que trabajaba en mi plantel, pero que debía ir a otro pueblo (a 2 horas de mi lugar de trabajo), y esta persona se quejó de mí, porque no le entregaba a tiempo su cheque. El acuerdo no lo había hecho yo, nunca me preguntaron si lo seguiría llevando a cabo. La queja no tenía sustento, pues yo estaba diario en la oficina, y la beneficiaria ni se asomaba, quería que yo la buscara para pagarle, y pues a mí no me pareció. Así que la siguiente quincena, cuando me entregaron su cheque, lo regresé al pagador, le dije que me negaba a llevarlo y que pasara a esa oficina la beneficiaria, para que no tuviera retraso en cobrarlo. Al otro día, me llamó el ingeniero, pues el pagador le expuso el problema y tenía que hablar conmigo para "solucionarlo". Le dí mis razones y me lo puso fácil: me llevaba el cheque o mandaba un oficio para mi jefa pidiendo interviniera ella o me levantarían acta administrativa. Yo sabía que no procedería, no tenía nada qué ver su cheque en mi escuela, pero para no tener ese alacrán encima, me alineé y se acabó el problema.
Cuando dejó esa oficina, fui yo el que ingresó el oficio para anular el acuerdo no escrito, pues me negaba a realizar los pagos del personal que no apareciera en mi plantel, y me deshice de eso. Luego me lo encontré en el corredor y sonriendo, negaba con la cabeza. ¿Por qué no le haces honor a tu apellido, Paz? me dijo "está bien, si no quieres hacer algo, debes decirlo, y la beneficiaria te hubiera pedido el favor, si no había nada por escrito, está bien" y siguió su camino.
Otro día coincidimos en otra capacitación y en un restaurante, entre whiskeys también, me recordó la situación aquella del cheque. Entre risas me decía "de Paz, nada ¿eh?"
Un año antes de su muerte, la pérdida de peso que tuvo fue muy notoria. Era delgado, y ahora se veía en los huesos. El cuello parecía esforzarse en sostener su cabeza, y los brazos se enjutaron tanto que los músculos eran más tejido conectivo que lo que habían sido en tiempos mejores. Incluso sus pasos se redujeron.
Viendo la firma, con curvas bien definidas, hechas por un pulso firme, con determinación, y puntos bien marcados, recordé al ingeniero.

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