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Calor. Sólo ha habido calor estos dos últimos días. Es insoportable para mí. En la oficina tenemos unos ventiladores de la época de Salinas o algo así, porque sus switches hace años que son amarillos. Sólo sirven para empujar el aire caliente del techo hacia nosotros.

El aire estancado hace que la ventana parezca un cuadro hiperrealista del paisaje. Incluso la computadora con su cuerpo de aluminio está caliente al tacto. De verdad caliente.

Los párpados descienden y se siente cómo el sudor ya viscoso va frenando el descenso haciendo un ruidito molesto entre sus pliegues.

Es insoportable esta burocracia con este clima. Cuando está fresca la oficina, se sobrelleva, se soporta. Pero ahora... ahora sólo dan ganas de salir a recibir el fresco, que no hay por ningún lado.

A veces hay que avisar algo a algún compañero que tiene su oficina en otro edificio (suena demasiado grande la palabra para lo que es, pero es la correcta) y hay que pasar por el martirio de caminar sobre ese comal, sintiéndose Tony Robbins caminando sobre brasas. Y de regreso.

Cuando se termina la cuota de horas/nalga en la oficina y se siente uno más cerca de casa y algo de frescor mental, llega la hora de aguantar el transporte público. En mi caso, es una hora y media la que me separa del trabajo a mi casa, así que todavía falta mucho. Mucho. Si tengo suerte, me toca sentarme en una asiento junto a una ventana alta, donde bien podría emular un perro de rico sacando la lengua y entrecerrando los ojos disfrutando del aire. Si la suerte es mala, hay que irse de pie o bien, toparse con un camión mal diseñado, con sólo 10 ventanitas de 40x15 cms para ventilar a unas 45 personas a las 3:30 de la tarde y una hora de mala música. La bajada del camión es también algo húmeda, con la espalda pegada como calcomanía al algodón de la ropa y ésta al vinil del asiento que parece despedirse con un beso de nosotros.

En esta época del año, sólo los reptilianos serían felices.

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