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Desde el boom del vidrio en Venecia por la belleza del tallado, esmaltado, brillo, color, etc. la especie humana no había estado tan encandilada como ahora, con tan sencillo material. Sílice. Ahora casi todo individuo ve el mundo a través de una fina capa de vidrio hecha en su mayor parte por sílice.

Al más desarrollado de los sentidos, la vista, le hemos dado la prioridad en cuando al uso de nuevas herramientas como los aparatos electrónicos. El vidrio, empotrado en ellos para indicarnos desde un estado de encendido hasta una pantalla con una transmisión en vivo desde cualquier parte del mundo hasta la oscuridad de nuestras recámaras, ahora se dedica a iluminarnos la retina desde que amanece hasta que anochece, o mejor literalmente: desde que abrimos los ojos.

Un tono y la pantalla se enciende, mostrando una ventana emergente con sus bordes redondeados, encabezado con fondo verde, letras blancas indicando el nombre del contacto, su imagen y el texto del mensaje. Debajo del mensaje, la opción de cerrar y la de ver. Hubiera escrito una descripción sobre alguna notificación de Facebook, pero no estoy familiarizado con ella, así que dejo aquí la de Whatsapp, que por el momento es la aplicación que más uso para mensajería entre smartphones.

Decía Campoamor que "En este mundo traidor / nada es verdad ni mentira / todo depende del color / del cristal con que se mira". En estos tiempos, el cristal es transparente y más bien depende de los contactos que nos dan la información. El interés que pongamos nosotros en consumir esa información viene siendo, desde mi punto de vista, escandaloso. Uso mucho el transporte público por razones ecológicas, no porque sea pobre, ¿si?. No, es porque soy pobre, pero no es ese el asunto. Los trayectos que cubro montado en un camión son largos y por esa relación física del espacio/tiempo, tardados. En todo ese tiempo que puedo observar a mis congéneres con los que comparto el espacio en un camión, nueve de cada diez (chofer incluido), se dedican a acariciar esa pequeña pantalla de vidrio en sus manos, listando los estados de sus contactos, deslizando un meme, tocando el símbolo de compartir, la mano albina de Facebook, alguna tecla virtual o el emoji que más se acerque a lo que el sujeto quiera que su contacto vea.

Las tres horas diarias que paso en un camión, la gente va agachada, deslizando sus dedos sobre su teléfono, compartiendo cualquier cosa, desde una imagen derramando las bendiciones del lunes (triste vestigio de las tarjetas de ocasión tipo Hallmark) hasta un video de algún accidentado en motocicleta que grita por ayuda mientras que con uno de sus pies toca el cóndilo expuesto de su otra pierna, mientras cuelga flácida el resto de la carne en otra dirección que la natural. Vamos desde lo fingido, lo que uno quiere que los demás vean de nosotros, hasta el morbo que se satisface viendo la información de otros. Las fotos en pose, los cumpleaños, los recién nacidos, el meme de moda, cualquier cosa, replicada cientos de veces, miles. En las reuniones, las selfies. Cuando nos obstruyen la cochera, la rampa, el paso peatonal, los monstrencos, las mordidas, los accidentes, las tranzas, el baile del hijo, los quince de la hija, el beso del novio, el sexo de la novia, el amante de la practicante, la siesta en la oficina, Edgar cayéndose...

La noche lo hace más evidente. Cientos de carros aglutinados en el tráfico, cada uno con su resplandor, con caras de terror de fogata, como trastornados, con la compañía también esclavizada.
Esclavos de nuestros propios deseos, de nuestros propios pedazos de vidrio.

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