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El sabor de la saliva de la otra persona, el olor que desprende su piel por la emoción de encerrarse en el cubículo de tablaroca, el ruido fricativo de la respiración de uno directamente en la oreja del otro, los roces de la ropa que sin quitarse parece no existir, todo se mezcla y enrojece la piel, oxigena cada parte de los dos, hasta el cabello se siente vivo.

Unos pasos y todo se ralentiza. La puerta está abierta y cualquiera puede pasar y darse cuenta de lo que pasa. Los cabellos cargados de estática, casi crepitan al alisarse con las manos nerviosas. Pasos que se pierden en la lejanía. Silencio. Sonrisas y bufidos antes de otro encuentro que sólo para los ciegos sería normal.

Adivinarla en Braille es más excitante que sólo verla. Bordear su frontera corpórea al tacto, buscando su indeterminación, olvidarse de respirar para concentrarse en esta tarea extenuante, digital, palmar, de cuerpos que se hinchan de aire, de sangre, de la presencia del otro. Presionar y frotar despacio, aspirando las células que se desprenden con la fricción, susurrando que deben irse de ahí, que no aguanta más, que no hay tiempo, que no es posible. Los dos están de acuerdo, sólo es un break, nada serio, nada que dé para más.

Alisarse las ropas, el cabello, las ganas. Inhalar profundo, cerrar los ojos y salir del cubículo con los pómulos arrebolados y las pupilas dilatadas.

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